Después de promover a Harriet Miers para el Tribunal Supremo, George W. Bush, contra todo pronóstico, ha aceptado su renuncia a la nominación. Entre ambas decisiones, una auténtica revuelta de los conservadores norteamericanos contra su propio presidente y líder. Muchos seguidores de Bush han pensado que el presidente se comportaba de manera caprichosa y hasta irresponsable elevando a su asesora legal al tribunal supremo y que eso era suficiente prueba no tanto de su arrogancia personal, como de la trivialización de su política. La crítica ha sido enorme y ha dañado sin lugar a dudas a la figura de Bush en su propio campo. ¿Volverán las aguas ahora que este episodio infantil ha llegado a su fin?
Para responder a esta pregunta hay que tener en cuenta varios factores. Sobre todo que el caso Miers ha sido el detonante, pero no la causa última de esta ola de rabia frente al presidente americano. ¿Cómo es posible que una nominación, de entre varias, haya suscitado un frente común entre neoconservadores, comunidades religiosas, conservadores de toda la vida y parte del liderazgo del partido republicano? He aquí algunos de los factores de fondo.
En primer lugar, George Bush es un republicano poco convencional. Es más, es un conservador poco convencional. Por ejemplo, Bush ha roto con el pensamiento dominante entre los republicanos en política exterior, relegando a la escuela realista a favor de los planteamientos neoconservadores. Bush también ha roto con la tradición republicana en materia económica pues aunque ha ido más allá de lo que fue Ronald Reagan en materia de reducción de impuesto, también le ha superado en materia de gasto estatal, algo que escandaliza al pensamiento libertario. E igual ha ocurrido, entre otros temas, con sus planteamientos sobre inmigración. Parte de estos republicanos tradicionales estaban esperando el momento para su venganza. Y lo han encontrado con Miers.
En segundo lugar, quienes más han apoyado a Bush, los neoconservadores, no le han dejado de criticar por no barrer definitivamente de su administración a los elementos de la escuela realista, que juzgan muy contraproducentes. Ha sido famosa la batalla librada desde las páginas del Weekkly Standard contra el secretario de defensa, Donald Rumsfeld, a quien acusan de incompetencia para gestionar la ocupación de Irak. Igualmente, los neocons están con la espada levantada ante la falta de liderazgo de Bush para enmendar a parte de su equipo, particularmente Condi Rice, a quien se la denuncia por tener un doble juego: decir lo que quiere oír el presidente, pero actuar como si fuera otro Bush, Bush padre, quien ocupara la Casa Blanca. Lo que consideran una falta palpable de seriedad por parte de Bush se ha concretado en el caso Miers. Era el momento para un serio aviso. Y lo han aprovechado.
Y algo parecido ha ocurrido también con grupos evangelistas que auparon a Bush en noviembre del año pasado. Para ellos el rigor y la seriedad, esto es, la correspondencia entre la retórica y la acción, es un valor indiscutible. Ver a su presidente en una posición de frivolidad es lo peor que podían esperar. Y lo han hecho saber.
En tercer lugar, la polémica que ha sacudido a todos los medios conservadores, incluyendo la prestigiosa National Review ha sido recogida y aumentada por la prensa anti-Bush con ardor y fruición. El New York Times, entre otros, se ha encontrado en el mejor de sus momentos, con un presidente conservador al que detestan acosado desde su propio campo.
Por último, los demócratas han podido concentrarse a gusto en otros asuntos con los que atacar a la administración Bush, como las filtraciones del caso Plame, añadiendo tranquilamente más preocupaciones sobre un presidente acogotado desde la derecha y con poca capacidad de reacción.
Es muy posible que esta revuelta fuera inevitable en el tiempo, pero el desliz de George Bush ha sido gestionado por todos de tal manera que ha sido el campo que representa y defiende el propio Bush el que sale perjudicado. Con la aceptación del presidente a la renuncia de Miers Bush ha dado un gran paso y sale al paso de la crisis corrigiendo sus errores. Quienes creían ver a un Bush con mínimos de popularidad al borde la caída libre, se equivocan. Volver a sintonizar la presidencia con el movimiento conservador sólo exigía lo que Bush ha hecho, aceptar que se equivocó y buscar una alternativa. Es posible que los demócratas no le permitan una designación de alguien de perfil ultraconservador, pero al menos serán ellos los enemigos claros de los republicanos, a la vez que los conservadores podrán estar orgullosos de un dirigente que defiende sus principios.